NOTICIAS LITERARIAS: DOBLE O NADA DE VERÓNICA L. SAUER

by - sábado, marzo 19, 2016

Grandes noticias para aquellos que nos adentramos en el Séptimo cielo y en el Quinto infierno de Verónica L. Sauer. 

Hace unas noches atrás, navegando por facebook, me encontré con una increíble noticia; noticia que no me esperaba e imaginaba. 

Verónica L. Sauer es la escritora uruguaya, autora de la Bilogía Doble o Nada, que nos cautivó con sus novelas eróticas: Séptimo Cielo y El Quinto Infierno, como dije al principio. Estas dos novelas nos narran la historia de Ana, Hernán... y Martín (si quieren leer mis reseñas de ambos libros, pueden hacerlo. Ya se encuentran en el blog).

Pero, sí pensaron que esta bilogía terminaba con El quinto infierno, estában equivocados. La autora nos sorprendió a todos con esta magnífica noticia: LA BILOGÍA YA NO SERA BILOGÍA, SINO QUE SERÁ UNA TRILOGÍA. ¡SÍ, SEÑORES!

Así es, como leen. Habrá una tercera entrega de la trilogía Doble o Nada; Y el libro se llamará así, Doble o Nada, esta novela es la que da nombre a la bilogía, trilogía ahora. 

Todo comenzó como un extra para todas aquellas que compraron la bilogía y comentaron la misma por amazon. Pero ese extra de 10 páginas, se convirtieron en 60 y cuando Verónica quiso darse cuenta, tenia material para una novela. ¡Y agradezco que sea así! ¡Muero por leer este libro! ¡Muero por leer a Vero, Iván y Santi! Mamma mía, que calores me dieron estos tres. 

La misma verá la luz el 11 de abril y podrán adquirirla por Amazon, tanto en papel como en digital, y por Hesiodo, en papel (solo para Argentina, Uruguay y México). 

Para cerrar esta increíble noticia, les dejo como comienza el extra. Adéntrense en el mundo de Vero, Iván y Santi:

Hola, mi nombre no es Verónica L. Sauer.
Si lo fuera, si ese fuera mi verdadero nombre, jamás me atrevería a contarles lo que les voy a contar.
Y si no estuviera a punto de dejar Uruguay definitivamente, creo que tampoco lo haría… Me voy sin dirigir ni una sola mirada al ayer, con la esperanza de encontrar en el futuro y en otro lugar, una nueva historia de amor. Y de poder elegir, que esta vez sea la mía.
Mi destino es New York. Estoy lista para enfrentar un nuevo desafío en esta vida llena de aventuras que elegí llevar hace un tiempo. Y no me arrepiento ni lo haré nunca, porque es precisamente mi espíritu aventurero el culpable de que Ana haya entrado en mi vida, y junto a ella la esperanza de algún día poder vivir un amor así… Un bonito amor.
En fin; no es nuevo para nadie, que la historia que les acabo de narrar en “Séptimo cielo” y “El quinto infierno”, llegó a mí a través de Ana. Lo que seguramente nadie sabe, es cómo llegó Ana a mi vida. Y yo les quiero contar…
Ya lo saben, no me llamo Verónica L. Sauer. Pero sí me llamo Verónica.
Y lo que les voy a narrar a continuación, seguro las va a sorprender.

Cuando llegué a Uruguay el verano pasado, me sentí perdida. Acababa de dejar Barcelona, luego de haber sido durante dos largos años lo que jamás hubiese querido ser: el adorno de un abogado catalán presumido y formal. Y que además, me maltrataba.
En ese momento no me daba del todo cuenta, pero mirándolo en retrospectiva, debí mostrarle a ese capullo de qué estaba yo hecha. O no…
Jordi no era malo. Miento, sí lo era. Y disfrutaba enormemente de menospreciarme con diplomacia. Decía cosas como: “Verónica, qué bien te la pasas aquí conmigo ¿no? Y pensar que hasta hace poco vendías boletos para el bus turístico en la calle…” o “¿Qué piensa tu familia, allá en Sudamérica, de la vida de reina que te doy, cariño?
Tenía una incontrolable compulsión a hacerme notar lo que me daba, cada vez que me lo daba. Y una forma de decir “Sudamérica” cargada de desprecio que me hacía sentir muy mal la mayoría del tiempo.
Creo que no estaba del todo errado, sin embargo. Me sentía cómoda a su lado, y como todo aquel que no quiere salir de su zona de confort, desestimaba las alarmas que sonaban en mi cabeza cada vez que decía cosas desagradables. O las ignoraba, o las minimizaba, o las justificaba.
“Sudamérica” estaba muy lejos y quería que se mantuviera a esa distancia siempre. No quería volver a mi Gualeguaychú natal ni a palos. No necesitaba más discusiones, más presiones… No deseaba enfrentarme a mi papá, el prototipo de marido en serie, y a su séquito de esposas con fecha de caducidad. No quería más mentiras, más engaños…
Más bien quería estar lejos de todo eso, tan lejos como el océano me permitiera. Y tal vez por eso, es que aguanté a Jordi tanto tiempo.
Pero un día, todo terminó. Y lo mejor (o lo peor) es que no fue por un acto reflexivo de mi parte o por un súbito espíritu de arrojo; ni siquiera fue por hartazgo.
Fue porque me lié con el paseaperros y el gilipollas de Jordi me pilló. Me llamó golfa, perra, zorra y algo más. Tenía razón, desde luego. Él me sacó del fango y yo le metí los cuernos con el primero que se me cruzó. Y encima, tan sudaca como yo.
Al principio me sentí perdida, pero luego acepté el destierro con la mayor dignidad. Y lo más sorprendente de todo es que pudiéndome quedar en Casteldefelds con el paseaperros, elegí volver a “Sudamérica”.
Rasqué el fondo de mi hucha y mi amigo sudaca hizo otro tanto. Y así fue que logré reunir quinientos euros que junto a millas acumuladas en mi tarjeta de crédito, me hicieron aterrizar en el Aeropuerto Internacional de Carrasco, un candente viernes de enero. No me había alcanzado para un vuelo directo a Buenos Aires, así que tendría que cruzar la frontera en micro si quería llegar a mi país.
Inspiré hondo y con mi pequeña maleta a cuestas, me instalé en la parada del bus que me iba a dejar en la terminal, dónde tomaría el que me devolvería a Gualeguaychú. Solo me quedaban un par de tramos y estaría en casa…
En casa. Un dolor punzante en la boca del estómago comenzó a molestarme. Para cuando el bus llegó, ese dolor me tenía sin aire… Lo dejé pasar. Al bus, porque el dolor se había instalado.
Y por primera vez en mi vida me sentí perdida. No me había sentido así jamás, ni siquiera cuando llegué a Barcelona, sin dinero y sin amigos. Tenía la esperanza al menos, pero en esa pequeña garita de autobuses en la entrada del aeropuerto, sólo había un gustito a fracaso que me asustaba.
Tuve miedo… Mucho. Sentí ganas de correr, de huir, pero… ¿hacia dónde? ¿Cómo se escapa de la nada? Tragué saliva y me miré las manos. Me temblaban…
Me puse de pie, agarré la valija, y crucé la vía de cuatro carriles por donde no debía. Por poco no me matan… Y fue así que me encontré de pie al otro lado de la ruta, con el pulgar en alto intentando hacer autostop en el sentido contrario.
¿Adónde iba? ¡Pues en sentido contrario! No iba a regresar a Entre Ríos, y esa era mi única certeza. De ahí para adelante, no tenía ninguna…
No sabía adónde quería ir. Era hacia el este, eso era evidente, pero no sabía ni adónde ni a qué. Sonreía y alzaba el pulgar pero los coches pasaban zumbando…
No era la primera vez que hacía autostop, pero las otras fueron en mi Argentina, acompañada, y con una meta: llegar a Mar del Plata, llegar a Córdoba… Nunca en otro país y sin rumbo. ¡Y casi sin dinero!
Me encogí de hombros y el dolor de panza comenzó a ceder. Por fin tuve la mente clara y pude pensar… Fue así que recordé los tips de los mochileros para facilitar que te levantaran. Me saqué el sombrero y los lentes.
Me deshice la trenza y dejé que mi cabello se agitara con el viento. Me anudé la camiseta bajo las tetas y mostré mi ombligo. No era que quisiese parecerme a una puta. No, nada que ver. Más bien busqué verme joven, despreocupada, sin dobleces. Intenté mostrarme confiable.
Y de pronto creí que lograba mi objetivo. Un Volkswagen Crossfox disminuyó la velocidad mientras se acercaba. Dos chicas rubias eran piloto y copiloto, y sonreían.
Entrepararon y yo también sonreí mientras murmuraba para mis adentros “las tengo”, pero cuando estaba a punto de inclinarme y hablarles, arrancaron a toda prisa riendo a carcajadas.
Putas desalmadas… Putas, putas, putas. Deseé que se reventaran contra un semáforo, o mejor, que desbarrancaran en un acantilado. Pero luego recordé que Uruguay era un sitio de planicies y me olvidé de mis malos deseos.
Me limité a levantar el dedo mayor. Les hice una peineta a toda regla, joder.
—¡Háganse dar por un burro, perracas de mierda! —grité.
Y mientras lo hacía, escuché un frenazo a mis espaldas.
Cuando me di vuelta casi palmo. A unos metros de mí, en una BMW de infarto, dos bombonazos me miraban sonriendo.
Tragué saliva… Me moría de ganas de acercarme, pero mi instinto de conservación me decía: “No te subas al coche de un tipo, y mucho menos al de dos tipos. Solo mujeres o familias…” Maldito instinto. Me hice la boba e intenté argumentar que no parecían peligrosos, pero el instinto era implacable: “No, pelotuda. No.”
Bien, no subiría. Pero no podía mostrarme descortés con gente tan amable.
Con cautela me acerqué, y levanté la mano saludando.
—¡Hola!
El primero que captó mi atención fue el chofer. Era lo que se dice un sueño de hombre. Morocho, con barba de varios días. Sexy y varonil. Me lo quedé mirando como una boba, y casi me olvidé hasta de respirar.
El acompañante también estaba buenísimo, y fue quien habló primero. Era castaño y lucía un bronceado perfecto… Una sonrisa preciosa, la nariz salpicada de tenues pecas, ojos claros, y un tribal en el bícep.
—¡Hola!¿Adónde vas? —preguntó, simpático.
Suspiré. Mi instinto de conservación seguía presionando.
—A… A Brasil —mentí.
El chico hizo una mueca.
—Uh… Vas lejos.
Me mordí el labio y asentí.
—Sí, ya sé. Gracias por detenerse… Me voy a hacer un cartel que diga que voy a Brasil, así no…
—Te podemos dejar en Punta del Este —me interrumpió. Y luego se volvió hacia el conductor. —La podemos llevar hasta La Barra, Santi.
Éste se volvió a mirarlo, y luego a mí.
Vaya… Uy, uy, uy. Ultra masculino y con cara de malo. Cogible. Muy… Qué ojazos, por Dios. Marrón claro, tirando a miel… Cejas gruesas, pelo oscuro, mandíbula cuadrada. Y unos labios hermosos.
—No creo que adelante mucho. Seguro que hay mucha gente que va al Chuy y la pueden levantar… Allá en La Barra difícilmente consiga que la lleven.
Al Chuy. ¿Eso estaría en Brasil o en Uruguay? No tenía idea.
Me sentí molesta de pronto. ¿Es que “Santi” no estaba de acuerdo con subirme al auto? Era evidente que había parado a instancias de su amigo, pero no tenía ganas de recogerme. ¿Qué le pasaba? ¿Tenía miedo de que se lo ensuciara? Además ¿por qué no me hablaba a mí directamente?
Le sostuve la mirada cuando sus ojos se clavaron en los míos. Y me sentí tentada a llevarle la contraria y decirle que sí iba a “adelantar” si me dejaban en La Barra, pero mi instinto de conservación no me lo permitió.
—No importa. Ya me las voy a arreglar… Gracias de nuevo por parar.
“Santi” puso primera y dirigió su vista al frente. El otro lo detuvo con la mano antes de que pudiera arrancar.
—Esperá…
—Iván, por favor. Hace un calor de mierda y vamos retrasados. Dejame cerrar la ventana que quiero prender el aire y…
—Aguantá un minuto —lo interrumpió Iván, terco. Y luego se volvió hacia mí. —¿Cómo te llamás?
Suspiré e intenté sonreír.
—Verónica.
—¿Vivís por acá? —insistió.
Su amigo resopló y movió la cabeza.
—No. Soy de… Soy argentina.
No terminé de decirlo cuando Iván me interrumpió.
—¡Compatriota! —exclamó. —Santiago, no la podemos dejar acá… Es argentina.
Él lo miró con fastidio.
—¿Y? Yo soy uruguayo y vos serás muy argento, pero vivís en Punta desde hace un toco de años. No sé qué carajo…
—Che, qué insensible sos —lo acusó. —¿Tenés calor? La chica también lo tiene. Podés ser un poco más amable… ¿Dónde quedó aquello de la publicidad?
—¿Qué publicidad? —preguntó Santiago con el ceño fruncido.
—Aquella que decía: “Un turista, un amigo. Y si es argentino, es un hermano” o algo así.
—Nunca la vi.
—Cómo sea, estas dejando como el orto a todos los uruguayos comportándote de esta forma con una “hermana” de la Argentina, forro.
Me mordí el labio inferior para no reírme, y de inmediato Santiago dejó de mirar a Iván cómo si estuviese loco y me miró a mí.
—Subí—me dijo. —No sea cosa que se vaya al carajo la legendaria hospitalidad uruguaya por mi culpa…
Iván hizo un gesto de triunfo y me instó a subir con la mirada.
Yo dudé… Mi instinto de conservación también dudó.
Las puertas se destrabaron y yo busqué alguna señal que me inspirara confianza, algo que me dijera que podía subir a ese coche sin miedo.
Y la encontré.
En el asiento de atrás había un divino perrito salchicha negro mirándome y moviendo la cola.
¿Es que podían ser dos asesinos seriales estos dos? ¡Imposible! Los psicópatas no tenían perros salchicha, y eso era una certeza gigantesca.
No lo pensé más. Recogí mi valija y subí al BMW.
Y ni bien arrancamos me dije que mi instinto de conservación era muy mal consejero. Ya no tenía calor pues el aire acondicionado me reconfortó de una forma deliciosa. Y ya no iba sin rumbo, porque ahora tenía uno… Punta del Este, La Barra, lo que fuera. Sabía hacia donde iba.
Sólo me quedaba averiguar a qué.

Bien, no había duda de que estaba mejor que media hora atrás. Fresquita, tranquila, y con un adorable salchicha sobre mis piernas.
—¿Cómo se llama? —pregunté acariciando al perrito.
—Danonino —respondió Ivan, riendo.
Pero Santiago lo desmintió.
—No se llama así… Se llama Nerón.
—La China le dice así.
—La China está loca. También le dice así al padre, que se llama Zoccolino —replicó.
—¿El perro de Ana se llama Zoccolino?
—Sí.
—La China está loca —admitió Iván con una carcajada. —¡Y Ana también…! Zoccolino es un nombre horrible.
—¿Quién es la China y quién es Ana? —pregunté.
Y antes de que Iván pudiera responder, Santiago lo hizo, y con una pregunta.
—¿No te interesa saber primero quienes somos nosotros? Digo, porque te subís al coche de unos desconocidos de los cuales ni el nombre sabés…
No pude evitar captar el tonito entre irónico y pendenciero de su voz. Y me recordó tanto a Jordi… ¡Tal vez fue por eso que contesté esa pelotudez!
—Sé lo suficiente para esta circunstancia. El simpático es Iván, y el… "malaonda" es Santiago —le dije al perrito elevándolo frente a mi rostro. Y mientras Iván se descojonaba de la risa le di un sonoro beso en la oreja al animal. —Y vos, precioso, sos Danonino por donde te miren… Aunque me digan loca igual que a la China y a Ana.
No tenía ni idea de quienes estaba hablando, sólo quería que Santiago se incomodara lo suficiente como para… No sé. Tal vez me hiciera bajar del coche, tal vez me replicara más irónico aún, tal vez me propusiera echar un polvo para compensar el mal momento…
Pero lo único que hizo fue fulminarme con la mirada a través del espejo retrovisor, y yo sonreí con malicia. Iván no le permitió siquiera el intento de réplica porque se volvió y me miró con una sonrisa radiante.
—¿Sabés que además de linda sos muy graciosa? Tenés chispa, Vero.
Y por primera vez vi y escuché a Santiago reír. Con ironía por supuesto, pero risa al fin. Los dientes más lindos del mundo tenía el hijo de puta.
—Tené cuidado, Iván. No sea cosa que con tanta chispa te prendas fuego.
Pero éste lo ignoró. Toda la atención de Iván estaba concentrada en el piercing de mi ombligo.
Carraspeé y volví a poner a Danonino sobre mis piernas para cubrirme un poco.
Me gustaba que me miraran, y más si era un chico guapo. Pero las… “circunstancias” me hacían sentir expuesta y vulnerable. Era mi instinto de conservación rompiendo las pelotas de nuevo, sin duda.
—¿A qué parte de Brasil vas? —preguntó Iván, totalmente vuelto hacia mí.
—Al Chuy —mentí con descaro porque no se me ocurrió otra cosa. Mis conocimientos de geografía son muy limitados, y solo recuerdo los detalles de los sitios que he visitado.
—¿A hacer qué cosa?
Me revolví incómoda en el asiento. No tenía idea si el famoso Chuy era un sitio turístico, un lugar de veraneo, o qué carajo era.
No quería demostrarles que estaba sola y a la deriva, así que intentando sonar firme le respondí:
—A trabajar.
Pero Iván parecía del puto FBI con las preguntas. No se cansaba nunca.
—¿En dónde?
Mierda. ¿Sería muy descortés decirle “a vos que te importa” luego de qué fue tan amable de darme un aventón? Sí, sí lo sería. A ver hasta dónde podía llegar mintiendo.
—En un… En un bar.
—¿Una barra?
No, eso sonaba a trola. No quería que pensaran mal de mí.
—No. De mesera…
—Mesera… —repitió Iván, sonriendo. —Qué raro. Nadie dice “mesera” en este lado del mundo.
—Es que acabo de llegar de Barcelona —me sinceré.
Y ni bien terminé de decirlo, intervino Santiago con su clásico tonito irónico.
—De Barcelona al Chuy. Lindo título para una novela…
Iván no pareció notar el sarcasmo, y le golpeó el brazo con el dorso de la mano.
—Tenés razón. Se lo tendrías que sugerir a Ana.
Ana. Otra vez Ana. Y una punzada de inexplicables celos me asaltó de pronto. ¿Sería la novia de Santiago?
No pude contenerme y pregunté por segunda vez:
—¿Quién es Ana?
Fue Iván el que respondió.
—Ana es una escritora amiga nuestra. Bueno, más bien de Santi. Dos por tres le sugiero argumentos y siempre me dice que toma nota, pero nunca me da bola. Así jamás va a ganar un premio internacional…
Vaya, qué interesante. Una amiga escritora.
—¿Y es famosa? —pregunté intrigada.
—Demasiadas preguntas —respondió Santiago, y de inmediato encendió la radio.
La puta madre. Era la segunda vez que me escatimaba información y mi curiosidad se estaba comenzando a inquietar.
Fruncí la nariz.
—Bajá un poco, boludo —señaló Iván sin apartar los ojos de mí. —Ana usa un seudónimo y acá es una pequeña celebridad… Inés Rivera. ¿La conocés?
Negué con la cabeza.
—Es que he estado tres años fuera… —me justifiqué.
—Si algún día leés algo de ella y querés conocerla, el “malaonda” te la puede presentar… —sugirió.
—Iván… —se quejó Santiago.
—Dale, man. Vivís metido en El quinto infierno. No te costaría nada presentarle a Ana y a Tincho cualquier día —insistió Iván.
—En primer lugar no vivo metido en El quinto infierno. Y en segundo lugar, ella va rumbo al Chuy… ¿Cómo carajo le podría presentar a alguien? —replicó su amigo, molesto.
—Es cierto… ¿Tenés que llegar sí o sí al Chuy, Vero?
La cabeza me daba vueltas. ¿El quinto infierno? ¿Qué diablos era eso, valga la redundancia?
—Eh… No… No sé —respondí como una boba.
—Te pregunto porque yo tengo un restaurante en Punta y te puedo dar trabajo de “mesera”—me anunció orgulloso. —En temporada la ayuda nunca está de más.
Vaya… Estábamos a una hora del aeropuerto, y ya tenía aire acondicionado, y una oferta de trabajo. No había errado el rumbo, sin duda.
—Me… gustaría. Pero sucede que en Punta no conozco a nadie —confesé. Claro que omití decir que en el Chuy tampoco, pero eso era irrelevante.
—Ahora me conocés a mí… Mirá, el asunto es así. Tengo departamentos alquilados para el personal de zafra. Tendrías que compartir con varias personas… ¿tenés problemas con eso?
Iván era tan resuelto que era imposible no seguirle el tren.
—Absolutamente ninguno.
—¿Qué documentos traés?
—Pasaporte argentino.
—¿Cuántos años tenés? —continuó.
No tenía caso mentir. Igual lo vería en el pasaporte…
—Treinta y cuatro.
—¿Qué?
Ese ¿qué? fue pronunciado al unísono por ambos. Sí, chicos. Parezco de veinticuatro pero tengo treinta y cuatro.
—Lo que oyeron.
—Imposible —dijo Santiago, dejándome con la boca abierta. Aunque viniendo de él, era poco probable que se tratara de un halago.
—Puedo demostrarlo —repliqué.
—Treinta y cuatro —repitió Iván incrédulo. —¿Hiciste un pacto con el diablo para parecer de veinte toda la vida?
Y hasta el día de hoy no sé por qué contesté lo que contesté:
—No hice un pacto con el diablo. Pero igual me encantaría bajar a El quinto infierno y conocer a Ana.

Y como si fuera poco, vamos a tener más de Martín Ana y Hernán, personajes de Séptimo Cielo. 

Por último, tanto la portada y la sinopsis de Doble o Nada ya fueron reveladas, ambas cosas ya se encuentran en el blog. Pueden buscarlas, que lo van a encontrar. 

Sigan a la autora en sus redes sociales. Y apóyenla con comentarios en amazon. Se lo merece, es increíble. 

¡No pienso perderte la pista, Verónica!

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